Escuchar no siempre ha sido permitido.
Escuchar sin permiso lo que los adultos dicen, es una actitud de mala educación que se le reprende a los niños. A lo sumo, ellos lo hacen por mera curiosidad, solo por el placer de escuchar, más, cuando no tienen con quien conversar.
Por eso, cuando existía el teléfono fijo en las casas, las mamás estaban atentas al momento en el que recibían la llamada en el teléfono de la sala -que usualmente era el principal-, a que en el otro teléfono que estaba, o en la habitación de los padres o en la cocina, no tuviera a ninguno de los pequeños tomando el teléfono para escuchar lo que mamá hablaba con sus amigas o con las tías.
Para un niño, más que el acto de escuchar a los adultos de modo irrespetuoso, está en juego el hecho de saber qué dicen los adultos. Incluso, la necesidad de saber si en la conversación que sostienen, se habla de ellos.
Esa práctica de la escucha atenta a la conversación de dos que no se percatan de que existe un tercero que sigue con sigilo lo que ambos se dicen, es quizá la forma gráfica de exponer cuál es el lugar de un psicólogo clínico en una consulta.
Las generaciones que nacieron en la dinámica de los teléfonos móviles no vivieron esta experiencia, sin embargo, más de un adulto, no solo en su niñez, hicieron parte de esta escena, escuchando a ver qué decían los que creían que se escuchaban, pero que a lo sumo, solo esperaban con ansiedad a que el otro terminara de hablar, para decir lo que tenía que decir en dicha conversación.
Y no faltó quien, escuchando de modo indiscreto, sintió que tenía que hablar e interrumpir a quienes creían que estaban solos, para que se percataran de lo que se decían y cómo se lo decían, más, cuando estaban hablando mal de quien los estaba escuchando.
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La primera vez que se escuchó con permiso.
En los tiempos en que se experimentaba para materializar el invento del teléfono, Bertha Pappenheim, permitió por primera vez que Josef Breuer la escuchara en un tratamiento entre los años 1882 y 1885.
Ella misma denominó dicho ejercicio de ser escuchada por un médico como: “la cura por la palabra” o el “deshollinamiento de chimeneas”. A ella la dieron a conocer al mundo Sigmund Freud y Breuer, en el momento en que publicaron su libro Estudios Sobre la Histeria en 1895.
Allí, bajo el seudónimo de Anna O, Freud y Breuer describen las particularidades de los síntomas de una mujer de 21 años que padecía de una enfermedad nerviosa que le causaba una profunda afección en el lenguaje que le ocasionaba la perdida del habla e incluso, el olvido de su lengua materna, como también, padecimientos de perdida de la audición, ceguera, parálisis de brazos y piernas, estrabismo ocular y el olvido de otros idiomas que dominaba.
Mientras Freud y Breuer se permitieron escuchar por primera vez a una paciente que, sin tener ninguna afección biológica, cada vez que ella se enfrentaba a una situación en la que desconocía de modo consciente que la afectaba, de manera inconsciente reaccionaba con síntomas que tanto la hacían sufrir, como pasar por momentos de angustia profunda, hoy denominada ansiedad, en la historia de la psicología se encontraba Whilhem Wundt, quien en 1874 empezaba a impartir su cátedra de psicología en la universidad de Leipzig, para en 1879 crear el primer instituto de
investigación de psicología.
Freud optó por escuchar y Wundt por observar.
El primero “tomó el teléfono” para escuchar la conversación que se da en la mente de cada paciente, quien se encuentra en constante parloteo entre su “To be or not To be”, y el segundo empezó a observar, medir, cuantificar y plantear una mirada estandarizadora (científica) de la conducta, del comportamiento humano, generándose una división epistemológica en el abordaje de la psicología, que viene de las posiciones filosóficas de Platón y Aristóteles.
Escuchar con permiso
Freud comprendió desde el origen del psicoanálisis que el ser humano se habla a sí mismo y que sin embargo, poco se escucha, por ello la necesidad de que alguien más lo escuche para poder comprender sus pensamientos, los que la más de las veces, como en el caso de Anna O, son inconscientes.
Como profesional en psicología, partió de la base de que quien me busca es porque necesita hablar con alguien que tenga la disposición de escucharlo y la formación y experiencia que le permita ayudarlo a comprender por qué se encuentra en la situación en la que está.
Utilizando el ejemplo con el que inicié el presente artículo, puedo decir que escucho la conversación interna de mis pacientes para ayudarlos a comprenderse a sí mismos, sobre todo, para darles herramientas que les permitan entender cómo prestarle atención a sus pensamientos, los cuales les hablan y al no saberlos escuchar, los confunden, llevándolos a hacer cosas que no querían hacer o a estar en unos estados de ánimo que los ponen a vibrar bajo.
La práctica me ha enseñado que cuando un paciente habla con un desconocido, es porque ha tocado fondo. Pero espera de ese extraño la palabra que dinamice sus pensamientos hacia un límite o revolucione su confusión a tal punto que pueda salir de su propio caos a partir de una dinámica de entendimiento de sí mismo que diezme su sufrimiento.
Quien habla y se escucha encuentra el alivio, siempre y cuando cuente con un edecán que lo sepa guiar por los terrenos desconocidos de los otros significados que guardan sus palabras.
Lograr silenciar el ruido de los pensamientos para llevarlos al justo significado de las palabras en la historia de cada ser humano, es el truco de magia que cada psicólogo clínico se esmera en hacer, para que su paciente deje de sufrir y empiece a disfrutar la vida que tiene pero que, por el desconocimiento de sí, no se permite vivir.
Tomar la bocina del teléfono con permiso de quien se habla a sí mismo para echar un oído descontaminado a un ruido que ensordece las palabras, es el ruedo de un psicólogo que opta por escuchar y no por cuantificar.
A lo sumo, no es una tarea fácil y si se pretende buscar gratitud en ello, es mejor contar con las mieles de la labor cumplida como recompensa segura, dado que el ejercicio ético de escuchar responde al bienestar de quien se libera de sus padecimientos, mientras la vida de quien escucha transcurre tal como es.
Enamorarse de la psicología es tan atrevido como levantar la bocina de un teléfono para escuchar lo que otro dice, dado que nunca se sabe con qué parlamentos se va a encontrar y lo cierto es que siempre uno se termina sorprendiendo de cómo piensa el ser humano.
Por ello estimo que el día en que aprendamos a pensar de modo consciente, no solo haremos lo inconsciente consciente como pretendió Freud con su legado desde la técnica psicoanalítica, sino que podremos vivir en equilibrio como lo plantea el zen.
¿Psicología online?
Por lo pronto y mientras haya palabras por escuchar, estamos sujetos a organizar nuestros pensamientos para que la vida sea menos neurótica, ojalá no perversa y en lo posible, por estructura, para nada psicótica. Sin embargo, estamos en tiempos de cambio.
La pandemia ha descolocado muchas cosas y con ello se presenta un nuevo orden, el cual aún no sabemos cómo reacomodar en un mundo que dejará de ser análogo, para tornarse de ahora en adelante digital.
Ello impone que, a pesar de todo, hay que escuchar. Esta vez, con permiso, con el ánimo de ordenar, si es posible, los pensamientos que se han desbordado o que insisten en aferrarse a lo conocido, cuando el mundo está virando hacia una lógica que antes no existía y aun está por construirse.
Pasamos de la bocina a las cámaras, la voz y los datos. Lo que no podemos pasar por alto es que a pesar de todo el desarrollo tecnológico que aun está por llegar y a algunos nos abruma, las palabras están ahí, insistiendo en su encuentro con los significados que las pacifiquen a partir de oídos que las sepan escuchar.